¨SENTIMOS EN NOSOTROS UNA SENTENCIA DE MUERTE, PERO ESO FUE SOLO PARA NO CONFIARAMOS EN NOSOTROS MISMOS, SINO EN DIOS, QUE RESUCITA A LOS MUERTOS¨. 2Co 1,9
Esto cuenta san Pablo cuando regresaba de predicar el Evangelio en las regiones de Asia.
Con el diario ajetreo de nuestra vida, pasamos por alto, casi siempre, las veces en que el Señor nos ha cuidado sin que no nos hayamos dado cuenta, nos ha cuidado sin que se lo hayamos pedido, siempre cuidando nuestras espaldas y abriendo caminos al frente.
San Pablo sintió tanto temor que lo compara como una sentencia de muerte, al igual que la que hemos sentido ante la noticia del diagnóstico de salud, el rechazo a la solicitud de trabajo, alguna otra circunstancia familiar, cuando los cobros no se hacen esperar más. Sentimos como el mundo se nos desmorona, como el suelo desaparece bajo nuestros pies, nos sentimos prácticamente con el mar enfrente y el ejército egipcio a nuestras espaldas.
Y esa sentencia de muerte se incrementa y pesa más cuando el involucrado es un hijo amado que va por mal camino, junto a malas compañías, atravesando una enfermedad, es casi fulminante esa sentencia de muerte.
La Palabra de nuestro Padre, siempre viva, nos enseña que todo lo que llega a nuestra vida, ya pasó por los dedos de nuestro Padre, quien tiene el absoluto control de todo, que ya presentó batalla por nosotros y a través de esta experiencia de san Pablo como en relatos verídicos de todo aquel que en Él confió, nunca fue defraudado por creer, confiar y esperar en el Señor.
Si en estos momentos de muerte para nosotros, nos atrevemos a entregarle a Dios nuestra carga, podremos respirar como lo experimentó san Pablo, descubriremos que al tocar fondo, Jesús estaba esperando por nosotros solo para tomarnos de la mano y sacarnos a flote. Es la verdadera alegría de saber que la enfermedad llegó a su fin, es la buena noticia de la solución de algo que esperábamos. Es ese alivio que sentimos como el que seguramente experimentaba la princesa de nuestros cuentos, quien después de permanecer prisionera en la torre perdida de un castillo, asediada por un dragón, sin la menor oportunidad de rescate. En el día menos pensado llega su príncipe a rescatarla. Estoy segura que esa alegría, esa paz que alcanza solo pudo ser gracias a lo que tuvo que padecer para experimentar su libertad. A nosotros no nos rescata cualquier príncipe a nosotros nos rescata el mismísimo Dios, creador del universo, dueño de toda la tierra y todo lo que hay en ella.
Bendigamos cada situación conflictiva, demos gracias a Dios aunque sintamos temor, angustia, preocupación o cualquier otro sentimiento de mal que satanás abone en nuestro corazón, agradezcamos por todo y así resistiendo podremos dar testimonio de que ante cualquier sentencia de muerte ya fue vencida por Jesús en su triunfo y eterna victoria en la cruz.